domingo, 23 de agosto de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

Capítulo 2

Eran poco más de las seis de la tarde y el sol seguía apretando con fuerza. El chico andaba por las calles sin rumbo; subía y bajaba escaleras, caminos de tierra, senderos... Llevaba ya un rato pateándose el pueblo por lo que pensó en cambiar de aires, unos más frescos y húmedos. Miguel quería sentir el mar, adentrarse en sus aguas y ver cómo las olas chocaban con sus hermanas las rocas. Llegó a la costa con esa idea, pero, en cuanto vio al mar rugir y pelearse con la isla, desechó su propósito. Estaba turbio, furioso, violento. Sus olas parecían bocas con afilados dientes, buscando presas inocentes y alocadas. De pronto, una de ellas  explotó contra las rocas cercanas. Efervescentes gotas saladas cayeron en los labios del chico. Miguel se relamió y notó el sabor del mar bravío. Mañana volvería, estaba seguro de ello. Cuando se dio la vuelta para marcharse, vio por el rabillo del ojo que algo parecido a una gruta se escondía entre las paredes de un acantilado cercano. Aquella cueva supuso un estímulo más para estar allí a primera hora de la mañana.

Miguel miró su reloj y luego al cielo. Se estaba haciendo tarde. El sol ya había desaparecido y el pueblo montañoso se tornó oscuro y extraño. Mientras andaba de regreso por sus calles, el chico se paró a pensar dónde estaría su nueva residencia. Había dado demasiadas vueltas y, de noche, las calles parecían distintas. Buscó en las alturas un lugar desde donde poder ubicarse, algún punto conocido como referencia. Pero por más que subía y bajaba no conseguía alcanzar su objetivo. Para más inri, ni siquiera recordaba la casa donde iba a vivir, al menos, una semana. Miguel empezó a angustiarse. La noche casi se había adueñado del cielo y él seguía sin rumbo fijo. No quería tener que pedir ayuda, mejor dicho, odiaba pedir ayuda. Estaba acostumbrado a arreglárselas solo; siempre había sido así, y, esta vez, no quería que fuese una excepción. De pronto, un sonido interrumpió sus pensamientos. Llevaba varios minutos escuchando solo las pisadas de sus propias zapatillas, caminando por un sendero de cemento gris claro, con una ladera de tierra a su izquierda y casas fortificadas por muros de piedra blanca a su derecha. En ese preciso instante lo escuchó. Era música, una radio emitía canciones del pasado; sonaban con mucho ruido, como si estuviesen estropeadas. El chico buscó la dirección de esas melodías misteriosas. Parecían provenir de algún punto tras esos muros blancos. Se acercó sigiloso, con sumo cuidado de no revelar su posición, pero expectante por saber qué habría. Cuando finalmente cruzó, observó con detalle lo que sus ojos le mostraban.

Un garaje convertido en porche improvisado cubría su campo de visión. En él se hallaba un señor menudo de unos cincuenta años. El hombre estaba sentado en una butaca de madera vieja y desgastada; casi no quedaba nada de la pintura blanca que hacía siglos cubría sus formas. Lijaba, sin embargo, un palo de madera joven y no muy alto. A Miguel se le ocurrió que podría servir para una mesita de noche, de esas que se ponen al lado de las camas con un despertador y un libro sobre ellas. A su lado se situaba una mesa de roble oscuro ya terminada. Esta tenía las patas más altas y, en ella, se encontraban diferentes figuras de madera. Todo parecía indicar que aquel hombre era un artesano. Miguel andaba muy despacio, grabando cada detalle de la escena en su memoria. En ese momento, el hombre levantó la cabeza y le vio. Solo fue un pequeño descuido, pero lo suficiente para que su pie golpeara la mesa de al lado. De repente, los muñecos empezaron a moverse. De derecha a izquierda, de arriba a abajo, cada uno seguía su propio ritmo y lo repetían una y otra vez. Había uno que cortaba madera con su hacha, otros dos que serraban al unísono, una bailarina giraba sobre sí misma...

Miguel no se dio cuenta de su reacción, pero se había quedado parado en medio de la calle, mirando las figuras y sus movimientos. Fue entonces cuando el señor le habló.

—Acércate chico.

—¿Qué? —exclamó Miguel, como si acabara de despertar de un sueño.

—Ven a verlas más de cerca —dijo animándole con las manos.

El hombre hablaba con voz cálida y agradable. Tenía el pelo de un gris blanquecino y la cara tostada con arrugas. Se notaba que había vivido gran parte de su vida bajo el sol. Sus manos iban a juego con el resto: secas, oscuras y llenas de grietas. Miguel le miraba y veía a su abuelo. No le infundía ningún temor. Cuando llegó hasta la mesa pudo ver las figuras con más detalle. Tenían dibujados rostros y atuendos con simples colores básicos, hechos para niños de 8 años, pero a él le encantaban, le recordaban a su infancia.

—No eres de por aquí ¿verdad? —preguntó el señor, con la vista fija en él.

—No. He venido con mi familia a pasar unos días de vacaciones.

—Me alegro mucho. No suele venir casi nadie nuevo a la isla —exclamó con el rostro apesadumbrado.

—Pues es bastante bonita —Miguel hizo una pausa antes de continuar—. Pero, un poco liosa.

El hombre sonrió entendiendo su problema.

—Te has perdido.

—Un poco. Sé más o menos dónde estoy, pero no encuentro la casa donde vamos a vivir estos días —explicó Miguel.

—Tranquilo, me conozco el pueblo de memoria y no ha cambiado mucho en 50 años. ¿Cómo es la casa que buscas?

El chico intentó recordar algún detalle, pero no le vino nada importante a la cabeza.

—Solo sé que es un adosado.

—Con eso me basta —Sonrió triunfante—. Tan solo tienes que bajar por ese sendero que hay un poco más adelante y, en la próxima calle, sigues todo recto y lo verás.

Miguel hizo un esfuerzo y le dio las gracias. No le gustaba dar las gracias al igual que no le gustaba pedir ayuda.

Los muñecos de madera fueron perdiendo la inercia hasta detenerse. Aún así, eran bastante bonitos.

—Y, ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros? —preguntó el hombre.

—Una semana más o menos.

—Ya veréis que bien. Este es un sitio muy tranquilo para descansar. Además, tenéis varios lugares históricos que seguro que os van a gustar.

El chico se quedó callado esperando a que el hombre continuase.

—En la cara opuesta de la isla hay un faro que ya no se utiliza. Justo al lado, está la casa del farero. —El hombre se detuvo un segundo para examinar a Miguel—. No sé si sabes que, antes de que se informatizara todo, los trabajadores de los faros tenían que vivir allí, por si ocurría algo. No podían dejar ciegos a los barcos en la noche —explicó—.  Era un trabajo muy sufrido y solitario, pero... tenía su encanto.

—Me hubiese gustado verlo.

—¡Todavía puedes! En verano está abierto todos los días y, además, la casa del farero la han convertido en un museo. ¡Incluso puedes subir al faro! —exclamó el hombre ilusionado.

Miguel no se refería a ese tipo de "visita". Aún así, sonrió al artesano por el ofrecimiento.

—También tenéis cerca del puerto un puesto de observación y comunicaciones de cuando la guerra. 
Hay fotos de varios soldados posando con jarras de cerveza. Incluso hay un arma de un oficial que se la dejó de lo borracho que iba. 

La radio anunció las horas y Miguel miró de nuevo al cielo. Ya no quedaba ni un ápice de claridad. Nueva bronca le caería cuando llegase.

—Ufff, qué tarde que es. Mi familia debe estar cenando ya. Tengo que irme.

Pero, antes de que Miguel enfilase el sendero de vuelta a casa, el hombre le llamó:

—Espera chico —Y le tendió una de las figuras de madera, justo la que más había estado mirando.

—Lo siento, pero... no tengo dinero.

—No te preocupes. Tómalo como regalo de bienvenida.

Miguel se despidió con la mano y echó a correr por el sendero.

Su nuevo hogar era una enorme casa cortada por la mitad y dividida solo por una simple valla de madera blanca. La propietaria también había partido el jardín en dos, de tal manera que quedasen unos pequeños pasillos de acceso a cada entrada, los cuales culminaban en unos escalones hasta sus respectivas puertas. Cuando llegó el chico, un gran silencio gobernaba el lugar. No advirtió su presencia hasta que habló.

—Llegas tarde.

—¡Ostras! —dijo Miguel, sorprendido por la voz desconocida.

Una joven presidía la escalinata de la puerta de al lado. Tenía el pelo rubio, una tez blanca como la nieve y pequeñas pecas bajo sus ojos plateados. Le miraba con curiosidad, sin pestañear. Buscaba en él una historia intrigante y más interesante que la que le estaba ofreciendo el libro de bolsillo que yacía sobre su regazo.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el chico, aún impresionado.

La joven miró a su alrededor y contestó vacilante:

—La vecina.

El chico soltó un sonoro suspiro. No quiso entrar en su juego de adivinanzas, así que se puso de brazos cruzados y esperó a que se explicase mejor.

—Nuestras madres han estado cuchicheando mucho esta tarde. Yo estaba con ellas y, entre otras cosas, han hablado de lo difícil que es criar y educar a los hijos. Entonces, tu madre ha querido concretar un poco más y ha empezado a decir lo tarde que sueles llegar siempre. También ha dicho que seguro que terminan de hacer la cena y tú todavía no has llegado. Quieres que siga con ciertas fotos...

—¡No! —Le cortó el chico furioso y rojo como un tomate. 

A su madre le encantaba hacer nuevas amistades en sus viajes y, siempre que podía, se ponía a hablar de sus retoños, de lo guapos que eran, enseñaba ciertas fotos comprometedoras... <<¿Por qué tenía que llevar siempre esas malditas imágenes en la cartera?>> pensó con furia. Miguel empezó a ponerse malo solo de pensar qué más cosas habría contado sin su permiso. Decidió que marcharse cuanto antes sería lo mejor.

—Adiós.

—¡Hasta mañana Miguelín! —dijo ella con guasa.

Miguelín, ese diminutivo infantil, estaba reservado solo para su madre, solo para ella. Cada vez que su hermana pequeña se lo decía, el chico se enfadaba y le explicaba que se llamaba "Miguel", sin la dichosa terminación. Él ya era mayor y quería que le tratasen como tal. De hecho, hacía bastante tiempo que no le gustaba que se lo dijera ni siquiera su madre, pero ella era mucha mujer y sería bastante más difícil quitarle eso que unas simples fotografías de la cartera.

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