domingo, 30 de agosto de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

Capítulo 3

Miguel abrió los ojos y vio cómo el sol radiante se filtraba por la cortina de su cuarto. Se levantó perezoso y abrió la ventana. El aire era fresco y húmedo. Un día perfecto para una nueva exploración. El chico bajó las escaleras a trote con la esperanza de que el desayuno estuviese listo y así poder escabullirse cuanto antes. En la cocina, las chicas untaban tostadas con mermelada. Estaban en silencio, viendo dibujos de unos dinosaurios parlanchines, cuando la llegada de Miguel alteró su paz matutina. 

—Hijo, ven aquí anda. —El chico se acercó a su madre y la besó en la mejilla. Fue un gesto rápido, rutinario, pero necesario—.  Hay más tostadas en ese plato si quieres. ¿Qué tal has dormido?

—Bien —contestó con la boca llena de una jugosa magdalena. Con la otra mano agarró un par de tostadas y se sentó a la mesa.

—Ahora que estamos todos, ¿Queréis que os cuente el plan turístico que tenemos para hoy?

Ninguno de sus hijos contestó. Miguel, sin embargo, le hizo otra pregunta.

—¿Y papa va a estar todas las vacaciones ausente? 

—Ya te dije que solo va a ser por las mañanas —exclamó Ana con impotencia.

El padre de Miguel siempre estaba trabajando; era una mezcla de periodista, escritor e investigador. En casa,  tenía un despacho enorme donde se reunía con sus amigos, muchos de ellos relacionados con su trabajo. Para Miguel, todo lo que hacía su padre era un misterio. Constantemente veía entrar en casa a personas de todo tipo: desde extravagantes individuos que, a veces, salían en la televisión hasta vagabundos con cachaba que su padre tenía que sujetar para que no se cayesen por las escaleras. El chico siempre intentó colarse en la habitación prohibida, como la llamaba ya toda la familia con sorna, pero nunca lo consiguió. Solo alcanzó a ver una vez, por el resquicio de la puerta, una estantería llena de libros que parecían antiquísimos. Por no poder no entraba ni su propia mujer, ya que la puerta tenía una cerradura de la que solo él poseía la llave y, cuando se marchaba, se aseguraba bien de que la habitación estuviese cerrada. Así era él, cuidadoso y precavido. Nunca mezclaba el trabajo con su familia.

Miguel empezó a beber zumo de naranja recién exprimido. Miraba la tele, pero no la veía. Estaba absorto en sus pensamientos. El chico se estaba preguntando por qué tenía que desaparecer su padre todas las mañanas.

<<¿Se habría traído el trabajo hasta aquí? Ya lo hizo otras veces. Él decidía el destino y ninguno podíamos opinar o dar una alternativa. Y, si era así, ¿por qué aquí? ¿Qué tenía de especial esta isla?>> pensó para sus adentros.

La última pregunta  coincidió con el vaso de zumo recién acabado.  Miguel cogió una linterna pequeña de la cocina, perfecta para el bolsillo derecho de su pantalón, y se marchó sin despedirse, ocultando sus pasos bajo un ruidoso tiroteo encerrado en la pequeña pero abultada pantalla del televisor.

 —¡Niño!

—¿Si mamá? —Estaba a un paso de la salida, con la mano rozando el pomo, a la espera de que su madre fuera complaciente y le dejase marchar.

—Te quiero aquí a las dos ¡eh! Que luego vamos a comer fuera.

—Vale —La respuesta se fusionó con el portazo imperioso del chico.

Miguel pensaba que una vez cruzase la puerta sus problemas desaparecerían y tendría vía libre para hacer lo que quisiera. La efímera ilusión se evaporó con las voces.

—Hola vecino.

—Buenos días Miguelín.

Ahí estaban, madre e hija, mirándole como si no tuviesen nada mejor que hacer. El chico las saludo de forma apresurada y empezó a bajar las pocas escaleras que había en su entrada, con la esperanza de que la charla no fuese a más.

—Cariño —empezó a decir la madre—. Se me está ocurriendo una cosa...  —Su cara sonreía de forma perversa. Sabía que lo que estaba a punto de decir molestaría al chico, pero ya lo había hablado con su madre y no tenía ninguna queja; era lo mejor para los dos y así alejaría a su hija de tantas fantasías literarias—. ¿Por qué no vas con este chico tan majo a dar una vuelta por el pueblo y dejas por unas horas los libros?

El chico puso la sonrisa más falsa y rencorosa que conocía, pero pareció surgir el efecto contrario. La madre abrazó el gesto con júbilo y dio una palmadita a su hija en el trasero, que avanzó hacia él con pasos discordantes. Miguel no sabía qué hacer ni adónde llevar a aquella muchacha, vestida más para tomar el té que para hacer senderismo. Aún así, ambos cruzaron la entrada de la casa y se alejaron por el primer camino que vieron.

Pasó el tiempo, lento y en silencio. El chico estaba desesperado por quitarse de encima a su nueva acompañante. Al principio pensó en dar un par de vueltas por los sitios más empinados del pueblo, pero la chica respondió con brío y ánimo. Más que agotarla a ella, el que de verdad se cansó fue el propio Miguel. Sin esperanzas y resignado se dijo a sí mismo: <<A la mierda. Si quiere acompañarme va a saber lo que es bueno. A ver si le gusta tanto meterse en una cueva a oscuras y con bichos rozándole los tobillos>>.

—Me llamo Clara —exclamó la joven en un intento de suavizar el ambiente y dar algo de conversación a la caminata.

Sin embargo, el chico se mantuvo firme y no abrió la boca.

—Oye, si quieres me voy. Si de verdad te molesto...

—No, no, no. Tranquila, si ya estamos llegando.

Miguel ocultó su rostro y apretó los labios. No quería mostrar a la joven su sonrisa malévola y traviesa.

—¿A dónde vamos?

—Ya lo verás.

***********

Primero les llegó el sonido del mar, calmado a esa hora del día; un poco más tarde y tras doblar una esquina asomaron varias rocas oscuras sobre el suelo pedregoso; y, por último, propiciado por una ráfaga de viento, el olor a salitre entró por sus fosas nasales. Miguel pensaba que allí estarían solos. Sin embargo, un joven que aparentaba tener la misma edad que ellos asomó de entre las rocas más altas. Tenía el pelo negro, corto y erizado. El desconocido era más pequeño que alto y su cuerpo delgado como un palillo. Llevaba una simple red de pesca sujeta a un palo y grandes gafas de buceo colgaban de su cuello.

Poco a poco, la pareja fue adentrándose en la playa rocosa. Clara miraba a su alrededor con desconfianza milimétrica. Los pedruscos estaban demasiado erosionados conque, al menor descuido, podría meter el pie donde no debía y su pequeña aventura se habría acabado. Entretenida con sus  problemas la joven no se dio cuenta, pero su compañero la había llevado hasta donde estaba el solitario muchacho.

—Hola —dijo Miguel al desconocido.

Este levantó levemente la cabeza, pero al instante la volvió  a bajar como buscando algo entre las piedras.

—¡Mierda! —exclamó furioso—. Lo he vuelto a perder.

—¿Qué buscas?

—Cangrejos.

Miguel se puso de cuclillas y empezó a inspeccionar la zona. Solo tardó un minuto exacto en el que los tres se mantuvieron en silencio. Tras la quietud, el chico lanzó su mano con violencia entre dos rocas, como un arpón a propulsión. Cuando la sacó del agujero, un cangrejo de varios tonos grisáceos asomó con sus diez patas al aire, buscando un apoyo donde poder agarrarse y escapar de su captor. El desconocido y Clara le miraron con la boca abierta por la hazaña conseguida. Miguel lo examinó dándole varias vueltas y lo metió en la red del joven.

—Qué buena pesca. ¡Gracias!

La sonrisa de Miguel se tornó triunfadora y hasta un poco vergonzosa.

—Seguro que tú también vives cerca del mar —dijo el joven.

—No —respondió Miguel—. Soy de interior, pero cada vez que voy de vacaciones a la costa me gusta pescar cangrejos y todo tipo de bichos marinos. Llevo haciéndolo desde pequeño y supongo que por eso se me da bien. La falta de miedo también es importante —puntualizó.

Clara, viendo que estaba un poco apartada de la conversación cambió de tema y dio paso a las presentaciones.

—Hola. Yo soy Clara y aquí, mi amigo el depredador, se llama Miguelín.

—Miguel —Corrigió el aludido.

—Yo soy Edu.

—¿Vives por aquí? —preguntó la joven.

—Sí, desde que tengo memoria.

La pequeña broma propició una risa forzada entre los jóvenes. Eduardo se dio cuenta enseguida de la estupidez que había dicho e intentó cambiar de tema rápidamente.

—¿Entonces... estáis de vacaciones?

—Sí —respondieron los dos al unísono.

—Si queréis puedo enseñaros algo del pueblo.

Miguel, de pronto, vio las intenciones de su compañera. No la veía con muchas ganas de estar allí, así que se adelantó a ella para evitar que aceptase cualquier propuesta y le chafase los planes.

—No te preocupes —saltó el chico con prisa—. Ya nos las arreglaremos.

—¿Y adónde vais a ir?

Miguel analizó al joven de arriba a abajo, desconfiado por tantas preguntas. <<¿A qué viene esa curiosidad tan descarada?>> se dijo a sí mismo. <<Quizás esté solo y aburrido. Tal vez busque a alguien con quién pasar el rato. En una isla tan pequeña no debería haber mucha gente de su edad>>. Tras meditarlo unos segundos, Miguel cedió y le contó sus planes.

—Íbamos a explorar la cueva que hay a la derecha.

Clara alzó las cejas sorpresiva por la nueva información. Ella no era ninguna miedica, pero aquella gruta se le antojaba poco agradable.

—¿El agujero ese? —exclamó Eduardo con efusividad—. Si ahí no hay nada. No es más que un hueco de 2 metros en la pared.

—Y no hay alguna gruta o pasadizo hacia otro lado... —dijo Miguel.

—Ni salidas ni entradas. Nada.

—Pues vaya —resopló el chico alicaído—. Yo que venía buscando emociones fuertes.

El silencio se hizo un hueco entre los jóvenes. Miguel volvió a ponerse de cuclillas. Se puso a contemplar el mar con la vista fija. Clara, en cambio, optó por mirar hacia el pueblo y pensar en algo que hacer allí. Eduardo les observaba a ellos, meditabundo. Tenía un plan en la cabeza bastante interesante. Siempre había querido ir allí, pero nunca había encontrado a alguien de confianza con el que atreverse a entrar. Ya lo intentó una vez con los chicos del pueblo y no fue nada bien. Eran demasiado perversos e insensibles con esas cosas.

—Bueno, yo tengo un idea... —empezó a decir Eduardo dubitativo—, pero no sé si querréis ir. Además, está un poco lejos y con este calor...

—No te enrolles tanto y dilo ya —exclamó Miguel con ansia.

—A ver, hay una casa... bueno, en realidad es una mansión... que está en lo alto del pueblo, allí arriba —Los tres miraron hacia donde señalaba el dedo—. Pues resulta que está abandonaba desde hace años. Y con el paso del tiempo han ido creciendo leyendas de todo tipo sobre el lugar. No sé, si quieres emociones fuertes... aunque no vaya a pasar nada, pero podríamos entrar y ver que hay.

En cuanto aparecieron las palabras "abandonada" y "leyendas" Miguel tuvo que contener la efusividad que le salía por los cuatro costados. Era justo lo que estaba buscando, lo que ansiaba desde hacía tanto tiempo. Se levantó de golpe y con una sonrisa de oreja a oreja exclamó:

—Perfecto. Es perfecto. No podría ser mejor. Tenemos que ir ya.

—Bueno... ya tampoco que yo tengo que irme a comer —Eduardo mostró su reloj; marcaba las dos menos cinco.
—¡Mierda! Yo también me tengo que ir y esta tarde tampoco puedo porque tengo paseo familiar.
—Mañana por la mañana entonces —dijo Clara.      
—Vale, quedamos bien pronto en la plaza del pueblo y, desde ahí, vamos a la mansión — concluyó Eduardo.

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