domingo, 27 de septiembre de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

 Capítulo 7

El edificio era rectangular, más largo que ancho aunque grande en todas sus dimensiones. Destacaba por encima una cúpula de cristal situada justo en medio. Estaba rota en su mayoría y solo se podía ver con claridad su esqueleto de hierro oxidado. En cuanto a sus paredes, el blanco dominaba la mayor parte de la fachada. Sin embargo, había perdido todo el brillo que tuvo hace años y ahora se acercaba más a un gris sucio y pobre. Había también zonas donde la pintura se había agrietado hasta desprenderse de la pared, dejándola al desnudo. Era como ver un cuerpo humano al que le faltaban trozos de piel.

—Da bastante pena —exclamó Clara.

Cuando llegaron a la mansión abandonada, Edu se puso delante y empezó  a buscar un lugar por el que entrar. Según le contaron algunos conocidos que ya habían estado allí, la puerta principal estaba bloqueada con tablas de madera. Sin embargo, había muchas ventanas rotas por todo el edificio. Si encontraban una accesible sería perfecto y no llamarían mucho la atención. Los tres se acercaron con sigilo y Edu los llevó hacia el lateral del edificio. Entre las sombras de varios matorrales encontraron una ventana a ras de suelo. No estaba rota, pero tampoco les hizo falta.

—Por aquí podemos entrar. Está abierta —dijo Eduardo en susurros.

—A ver —Miguel se puso a su lado y tocó la abertura.

Se movía. Chirriaba un poco, pero se movía.

Los tres amigos estaban emocionados y, uno  a uno, entraron en lo que parecía el sótano del edificio.

Abajo estaba todo muy oscuro por lo que tardaron un poco en acostumbrarse a esa negrura, tan diferente del espléndido día que hacía fuera. Miguel encendió la linterna que había traído y observó la sala en la que se encontraban. Estaba vacía. No había muebles ni nada que se le pareciese; solo unos cuantos escombros caídos del techo se esparcían por el suelo. Acto seguido salieron de la habitación y vieron un pasillo enorme, largo y delgado. Este tenía un principio —donde se encontraban— y en el que solo había un pequeño tragaluz y un final negro y sin límite. Miguel se quedó ensimismado viendo cómo entraban en fila india diminutas hormigas a través de un pequeño agujero que tenía el ventanal roto.

—¿Me la dejas? —pidió Clara.

El chico le cedió la linterna y dejó que sus amigos se pusieran a la cabeza. Él les siguió por inercia, pero a cada segundo se daba la vuelta y volvía a mirar hacia el tragaluz, como no queriendo alejarse del último punto de unión que le quedaba con el exterior.

En aquel oscuro sótano había salas de todo tipo. Unas estaban incomprensiblemente cerradas, otras igual de vacías que la habitación por donde habían entrado y en las últimas varios muebles rotos yacían junto a camas con el colchón rasgado y sucio. Era el perfecto ejemplo de casa abandonada: sin luz, sin vida, sin sonidos...; solo las invisibles motas de polvo, adheridas a cada esquina, gobernaban el inhóspito lugar.

Cansados de tanta decrepitud, los tres jóvenes decidieron buscar un punto por el que ascender a la planta baja. Volvieron al largo pasillo y avanzaron por él, siempre con la referencia del tragaluz como estrella que guía. Varios metros más adelante encontraron unas escaleras con un punto de luz que descendía de los pisos superiores. Clara y Edu empezaron a subir por ellas. Miguel, sin embargo, quiso despedirse y echar un último vistazo al ventanal, pero una sombra cercana captó su atención. Era muy negra y se movía de manera anómala. Estaba observándole desde una puerta por la que ya habían cruzado antes. Miguel no sabía qué era, pero tampoco quiso quedarse más tiempo para averiguarlo. Con un miedo acosador creciéndole por el cuerpo, el chico subió a toda prisa por las escaleras. No midió bien y, sin darse cuenta, chocó contra su amigo.

—¿Qué pasa? —preguntó Eduardo asustado por el golpe.

—Nada... Creí ver algo... —Su voz sonaba entrecortada e insegura—. Da igual. Vamos—dijo de repente—. Qué vais más lentos.

Cuando llegaron a la planta baja, un enorme patio apareció ante ellos. Era rectangular y estaba rodeado por columnas que sostenían los balcones del piso superior. Varias estatuas de piedra descolorida poblaban el lugar y una fuente rota y maltrecha se erguía con dificultad justo en medio de la gran sala. La luz, potente a esta hora del día, incidía con fuerza a través de la inmensa y esquelética cúpula. Gracias a esto y al paso del tiempo la flora había crecido sin control y multitud de enredaderas consiguieron enjaular a los petrificados habitantes del lugar, para siempre.

—Este sitio es impresionante —apuntó Clara abrumada.

Los tres jóvenes se fueron adentrando en el patio, poco a poco. Mientras avanzaban Miguel pudo fijarse en un dato curioso. No solo había plantas salvajes por el lugar sino que también varias macetas e instrumentos de jardinería oxidados yacían desperdigados por el suelo y los alrededores, víctimas del abandono. Daba la impresión de que allí, hacía mucho tiempo, alguien había aprovechado la iluminación de la cúpula para crear algo parecido a su propio invernadero.

—Qué esculturas más curiosas —comentó Eduardo.

—Son griegas —contestó Clara—, o, al menos, tienen ese estilo. Si os fijáis —continuó la joven—, estas figuras no están aquí como un simple adorno. Tienen un motivo y representan algo, una historia. ¡Mirad! —Señaló a unas estatuas bastante deterioradas situadas en una esquina—. Allí hay hombres con lanzas atacando a alguien. Estos dos de aquí están usando arcos y flechas. Y aquellos blanden espadas apuntando hacia arriba. Es una guerra entre dioses y humanos —concluyó señalando hacia los balcones.

Los chicos no se habían percatado hasta entonces, pero varias figuras en altorrelieve les miraban con actitud déspota y autoritaria, pegadas a las terrazas superiores. Eran los dioses con los que los humanos estaban luchando.

Miguel se fijó en ellos. En verdad les estaban observando. No miraban a las estatuas humanas, les miraban a ellos. El chico empezó a sentirse intimidado y desvió la vista hacia las esculturas que reposaban en el suelo. Ellos tampoco es que fuesen unos santos. Miraban a los dioses casi con el mismo odio, o incluso más. Querían destruirlos. De pronto, una de las estatuas, la que sujetaba con fuerza un arco desvió la mirada hacia el chico. Miguel se quedó perplejo e inmóvil. Giró la cabeza hacia el lado contrario y vió que otra de las figuras también le estaba observando. El chico no pudo articular palabra ante lo que estaba viendo.

—¿Te gusta el sitio? —le preguntó Clara de improvisto.

Este intentó que de su boca salieran al menos dos palabras, pero solo consiguió articular un extraño sonido, más parecido al de un animal que al de una persona.

—Ey, mirad el cielo —dijo señalándolo Eduardo—. Se está cubriendo muy rápido.

En cosa de pocos minutos unas nubes oscuras y muy espesas habían tapado el firmamento, dejando a los jóvenes casi en penumbra. Miguel aprovechó la situación para alentar a sus amigos a marcharse de allí lo más pronto posible. Desde que había entrado en aquella mansión una incomodidad crecía en su interior. A cada paso que daba se sentía más observado y angustiado. La sombra, esas figuras... ¿Se lo había imaginado? Ahora no le estaban mirando, pero el desasosiego seguía en él.

—Deberíamos irnos ya. Si no nos va a pillar todo el chaparrón —exclamó intentando buscar una escusa.

—Vale, pero antes vamos a echar un último vistazo por allí —dijo Eduardo.

Miguel accedió a regañadientes y los tres bajaron por las escaleras opuestas a las que habían subido. Dieron, de nuevo, a parar al sótano y el inmenso pasillo se mostró en toda su extensión. Su estrella guía, el tragaluz, ahora solo era un punto luminoso que parecía inalcanzable.

En esta ocasión fue Eduardo quién estaba a la cabeza del grupo y, con la linterna en la mano y unas ganas renovadas, empezó a explorar la nueva zona. Sin embargo, poco le duró la investigación. Cada puerta que intentaba abrir estaba cerrada o bloqueada. Edu empezó a impacientarse por la situación.

—Esto no es normal, ¿no? —preguntó alterado.

El joven empezó a moverse cada vez más nervioso; forcejeaba con puertas que ya había probado antes; se tumbaba en busca de un hilo de luz inexistente bajo ellas. Sus amigos empezaron a mirarle con preocupación. No era normal su estado.

Edu agarró —por tercera vez— el pomo de una de las puertas y empezó a tirar de él con fuerza, hacia dentro y hacia fuera.

—Venga, ¡ábrete! —dijo enrabietado.

De tanto persistir, al final la puerta cedió a sus alocados empujones. La linterna iluminó una habitación pequeña y cuadrada. En ella había libros por todas partes, apilados en varias estanterías, destrozados por el suelo; hojas y más hojas sueltas, sin dueño ni tapa. Edu apuntó hacia una mesa situada en medio de la habitación. En ella yacían varios libros abiertos y semidestruidos. Alguien había arrancado la mayoría de sus páginas y, las que todavía aguantaban el paso del tiempo, eran ilegibles.

Eduardo volvió a apuntar hacia las estanterías. Miguel entonces se acercó a una de ellas. Le había llamado la atención uno de sus libros. A decir verdad no era un libro en sí, sino más bien una libreta. El chico empezó a ojearla. Vio que estaba escrita a mano y que no parecía tan vieja como el resto de las obras del lugar.

­—Edu, apunta el foco aquí anda —pidió Miguel.

Este se acercó con la linterna y ambos examinaron mejor el ejemplar. No era muy antiguo y conservaba bien sus hojas, pero le faltaba lo más importante: que los chicos supieran leerlo. Había páginas y más páginas con fórmulas complejas que ninguno comprendía.

—Clara mira esto. ¿Tú entiendes algo?

Ella se acercó y echó un leve vistazo antes de contestar.

—Qué va. Soy muy mala en mates. Lo mío son más las letras, pero aquí está todo destrozado. Es muy difícil saber de que son estos... casi diría manuscritos de lo viejos que... ¿habéis oído eso?

Como antecediéndose a los hechos, un golpe sonó en la lejanía.

—Eso —repitió la muchacha.

De nuevo, otro ruido apareció de la nada. Provenía del lado opuesto al anterior. Seguido de este, los jóvenes escucharon la voz de una mujer. Estaba diluida y se transportaba de un lado a otro de la casa como si fuese la voz de alguien gritando en un columpio enorme.

—Vámonos de aquí ya —dijo Clara con el corazón latiendo desbocado.

Miguel y Edu la siguieron sin pensárselo dos veces. Cogieron el largo pasillo y fueron directos hacia la ventana por la que habían entrado.

Aquellos golpes, ruidos, gritos seguían sonando a intervalos intermitentes, pero constantes. A cada paso que daban nuevos elementos sonoros se iban añadiendo a esa sinfonía del terror, cada vez más fuerte. Miguel notaba sombras moviéndose por todas partes, puertas con ojos invisibles observándole. De pronto, algo rozó su brazo. El chico, de manera casi refleja, empujó a Edu, que iba delante, y le instigó a que acelerase el paso. Esto provocó una pequeña estampida y los tres acabaron corriendo hacia el ventanal, presas de un pánico invisible. Miguel fue el último en salir. Mientras escalaba por la ventana notó que algo le agarraba el pantalón. El chico intentó zafarse como pudo y dió varias patadas al endemoniado aire. Al final y sin saber qué era consiguió salir al exterior.

Afuera el sol brillaba con fuerza; sintieron su calor al instante. Ni una nube cruzaba el cielo.

—¿Qué ha sido eso? —gritó Clara alterada.

—No lo sé, pero daba muy mal rollo —contestó ­Miguel, respirando con dificultad—. Lo llevaba notando desde que hemos entrado. Una angustia en el pecho... no sé. No teníamos que haber venido. Esta casa está maldita.

—Tampoco ha sido para tanto —exclamó Eduardo. Él también respiraba con fuerza por la repentina carrera, pero estaba mucho más sereno y firme que sus compañeros—. ¿No será que estabais demasiado cagados y os lo habéis imaginado?  

—¿Tu lo has oído?

—Sí. He oído golpes, pero tened en cuenta que es una casa enorme y vieja. Quizás se ha caído algo o ha sido un pájaro. No os volváis locos.

—Miguel —dijo Clara de pronto.

­—Qué.

—¿Por qué has cogido eso?

El chico se miró la manos y exclamó enojado:

­—¡Mierda!

Con las prisas y los nervios se había olvidado por completo de la libreta y ahora la asía con fuerza su mano derecha.

—¿Y qué hacemos con ella? —preguntó Clara.

—Devolverla —dijo Edu.

—Ni en sueños vuelvo a entrar —contestó Miguel.

—Pues dámela a mí —propuso el joven—. Ya la tiraré por ahí.

Miguel se quedó observándole unos instantes, pensativo.

—No —terminó diciendo—. A ver, pensemos un poco antes de hacer tonterías. La casa debe llevar abandonada mucho tiempo. Por tanto, dudo que alguien vaya a reclamar esta libreta —Volvió a quedarse callado, sopesando las opciones que tenían—. Ya que no vamos a volver ahí dentro y tenemos esta especie de acertijo entre las manos, ¿por qué no quedamos mañana y lo examinamos mejor, con más calma?

Un silencio espeso y brumoso se apoderó de ellos al instante. Clara fue la primera en traspasarlo.

—Bueno —respondió sin mucha convicción.

Miguel esperó a que su amigo hablara.

—Como quieras —dijo él indiferente.

Así, los tres jóvenes iniciaron el descenso de vuelta a casa. Esta vez nadie habló, nadie contó ninguna historia. Esta vez viajaron solo con sus propios pensamientos.


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