domingo, 11 de octubre de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

 Capítulo 9

La calle estaba envuelta en un manto de silencio opaco. No se oía el grito de los niños al jugar; ni el canturreo de los pájaros; ni siquiera el simple viento arrastrarse por el suelo. Miguel rompió esa tranquilidad saliendo de casa de un portazo. Levantó su mano izquierda y miró el reloj. La una del mediodía; ya llegaba tarde. El chico empezó a correr deprisa por las caprichosas cuestas de Nante. Durante el corto viaje hasta la plaza de pueblo no vio a nadie por la calles; algo extraño a esas horas del día. Pero fue doblar la esquina y Miguel cambió el gesto por completo. La plaza estaba abarrotada de gente. Una enorme carpa azul se situaba justo en medio y, por los alrededores, pequeños puestos callejeros. El chico iba a adentrarse entre el gentío cuando su amigo Edu apareció de entre las sombras de una callejuela estrecha.

—Ey.

—Hola.

—¿Y Clara? —preguntó Edu extrañado—. ¿Cómo es que no habéis venido juntos?

—Tenía que hacer cosas con sus padres y me dijo que ya nos encontraríamos por aquí. Oye, ¿cómo es que hay tanta gente en la plaza? —preguntó, esta vez, Miguel.

—Los miércoles hay mercadillo y todas las tiendas salen a calle a vender sus productos. Es un poco tontería ya que el noventa por ciento de los locales están aquí al lado, pero así hay un ambiente más festivo y la gente se anima a comprar más.

Los dos amigos se adentraron entre el tumulto y fueron hacia la fuente, su lugar de reunión. Cuando llegaron, vieron que Clara aún no se había presentado. Buscaron por los alrededores su cabeza dorada y menuda, sin resultados. Decidieron entonces sentarse en la fuente a esperarla, pero un objeto que yacía sobre el borde atrajo su atención. Era una hoja doblada por la mitad. Al principio no le dieron mucha importancia. Supusieron que se la habría dejado cualquier persona del mercadillo mientras hacía la compra. Los dos jóvenes se miraron y, sin decirse nada, supieron lo que iban a hacer a continuación. Miguel cogió la hoja y la desdobló, buscando saciar su curiosidad. Las letras, escritas a mano y con un tamaño considerable decían: 

DEVOLVEDME  MI LIBRETA ANTES DE QUE EL SOL DESAPAREZCA O VUESTRA NOVIA CAERÁ A UN ABISMO DE SOMBRAS PERPETUAS

Miguel repitió varias veces aquella frase como no entendiendo su significado. Las letras volaban por su cabeza, pero no podía comprenderlas. Estaban juntas en el papel y separadas en su mente. Era como si se le hubiese olvidado leer. El chico, frustrado e indefenso, levantó la vista en busca de algo que le ayudase a comprender aquella terrorífica situación. Fue cuando vio a unos ojos sin rostro observándole, escondidos entre la multitud. Acto seguido, esos mismos ojos se fueron apagando hasta desaparecer entre las idas y venidas de los habitantes de Montesino. Aquel trajín le mareó al chico que veía cómo varias mujeres y hombres oscilaban de un lado a otro. Se sentía como en un columpio giratorio donde todo lo que le rodeaba se movía a gran velocidad.

—¡Miguel! —gritó su amigo zarandeándole—. ¿Qué es esto? ¿Qué significa?

Cuando Edu terminó la pregunta, todo se paró por un segundo. Su mundo se congeló tan rápido que, al instante, volvió a andar con normalidad. El murmullo de la calle se restableció a su estado habitual. Miró sus pies, quietos de nuevo, sin vibraciones ni duplicidades. Fue entonces cuando se fijó en su amigo Edu. Estaba desconcertado.

—Vamos —dijo Miguel con firmeza.

Le agarró del brazo y se lo llevó a rastras del lugar.

Los jóvenes avanzaron deprisa, apartando a la gente a empujones. Miguel no miraba al frente; tenía la cabeza gacha y usaba su mano libre a modo de ariete. Al minuto, ambos ya estaban fuera de la plaza. El chico, sin embargo, siguió tirando de su amigo como si una fuerza invisible le agarrase a él también.

—¡Miguel basta! —gritó Edu—. ¿Qué está ocurriendo?

—¡Pero no lo ves maldito estúpido! Alguien ha secuestrado a Clara y vamos a ir a rescatarla.

Eduardo se quedó quieto unos instantes, observando a su amigo. Su cara denotaba tanta seguridad y aplomo. El joven dejó atrás su incertidumbre y comprendió que todo lo que estaba ocurriendo era verdad. Sin mediar palabra, empezó a subir deprisa por la carretera.

El silencio volvió a gobernar los cuerpos de los jóvenes. Cada uno se cerró en sí mismo e intentó asimilar lo que había pasado y lo que iban a hacer a continuación. Cuesta tras cuesta, avanzaron hacia su objetivo: el gran caserón abandonado.

Hacia el final del camino, cerca de la oxidada verja que delimitaba el territorio de los Neville del resto del mundo, Eduardo decidió desenterrar algo que llevaba tiempo carcomiéndole.

—No te creas que solo a ti te importa lo que le pase a Clara —empezó el joven­.

Edu estaba nervioso. Quería confesarle ciertas cosas, sentimientos, pero no sabía hasta dónde llegar y cuánto iba a comprender su amigo Miguel.

—Cuando os vi por primera vez, en la playa, parecíais hermanos. Cómo la tratabas... No mostrabas ningún interés. Te atraían otras cosas, cosas que siempre te han interesado más... hasta ahora. No sé, estoy confuso.

El joven movía la cabeza de un lado a otro. Miraba a Miguel con frenetismo, luego al suelo, después al mar. Volvía a mirar hacia la cara de su amigo, pero este no apartaba la vista del sendero.

—La besaste como si no importara nada más. Yo... yo... nunca había sentido algo así hacia una mujer como lo que siento por ella. Y te veo a ti, tan sereno, como si fuese una más... —empezaron a temblarle las manos y casi se puso a tartamudear. Su enfado aumentó de improvisto—. Yo... yo... he... tenido muchos problemas aquí —Respiró hondo e intentó continuar—. La gente de esta isla no es muy agradable ¿sabes? A veces... bueno casi siempre actúan como si estuviesen en la edad de piedra. Son unos cerdos insensibles. ¡Puercos pueblerinos! —soltó sin poder evitarlo—. No sé, igual soy yo el raro; no lo sé. Ni siquiera sé porque te estoy contando esto.

Eduardo se calló de repente, como si la vergüenza le hubiese arrollado y no le dejase hablar más.

Miguel seguía andando hacia adelante, sin inmutarse, sin apartar la vista de su objetivo, como un autómata con una orden incrustada en su cerebro, a medio camino entre su propio mundo abstracto y el real. A veces, oía a su amigo decir palabras sueltas, lamentándose por Clara, pero no entendía el significado de las mismas. No paraba de escuchar yo, yo y yo. <<Qué egoísta>> pensó el chico.

Los jóvenes andaron un trecho más y, de nuevo, la tenebrosa mansión, sucia y áspera, se mostró ante ellos. Parecía más siniestra que la primera vez. Unos cuervos negros como el carbón  les dieron la bienvenida desde lo alto de la cúpula, graznando al aire invisible. Poco después, ambos entraron al sótano y fueron directos por aquel oscuro pasillo.

Miguel pudo percibirlo nada más entrar. El miedo lo inundaba todo. Le estaba acechando a él también. Podía sentir cómo iba perdiendo esa capa protectora que le había acompañado desde la plaza, esa semi-inconsciencia que le había mantenido a salvo de la angustia que ahora sí padecía al pensar en Clara y en qué le había pasado.

Cuando llegaron a la habitación de los libros vieron que la puerta estaba abierta y un candil antiguo reposaba sobre la desvencijada mesa de madera. Alguien había limpiado la sala y, ni siquiera en el suelo, había esas montañas de papel viejo e ilegible. Miguel sacó la libreta del amplio bolsillo de su chaqueta y la dejó en la mesa.

—¿Y ahora qué? —preguntó el joven Edu.

Algo respondió a su pregunta con un sonoro golpe en la lejanía. Los chicos alzaron sus cabezas en busca de nuevos ruidos. Sin embargo, nada sucedió. Edu, que estaba más cerca de la puerta, cogió la linterna y se asomó por ella. Afuera, todo seguía igual, inmutable. Sin dudarlo ambos se adentraron, de nuevo, en los oscuros pasillos. No sabían qué dirección tomar, simplemente avanzaron.

Aquellos pasadizos parecían interminables, como un laberinto. Además, daba la impresión de que sus paredes se movían y cambiaban de lugar. Los chicos andaban varios metros y, al final, siempre volvían al principio. Recorrían una zona y cuando giraban la esquina volvían a estar como antes. Parecía un juego macabro entre la casa y ellos. Miguel acabó por perder la paciencia y, de improvisto, decidió darse la vuelta y volver por donde había venido. Fue entonces cuando aquel extraño embrujo se rompió y una luz asomó por la rendija de una puerta entreabierta. Miguel y Edu fueron hacia allí y la abrieron muy despacio. En el suelo reposaba con una tranquilidad fuera de lugar la joven rubia de ojos plateados. Clara parecía dormir plácidamente. Tenía la cara sucia y manchas oscuras por todo su vestido. Los chicos corriendo hacia ella y empezaron a hablarla. Le tocaron la cara; estaba caliente. Fueron a su corazón; latía con normalidad. Empezaron a agitarla, despacio al principio y luego un poco más fuerte. De pronto, sus ojos se abrieron para luego cerrarse al segundo. Volvieron a zarandearla y ella se comportó de la misma manera. Fue un proceso que sucedió varias veces hasta que, al final, la joven consiguió mantener los párpados en alto.

—¿Qué pasa? —preguntó desconcertada.

—Estamos en la mansión. ¿Quién te ha traído aquí? —dijo Miguel.

—¿Qué? —No sabía de qué le estaban hablando sus amigos.

—Da igual. Vámonos.

El chico la cogió por la cintura e intentó levantarla. Edu se puso al otro lado y ambos la agarraron de manera que pudiesen llevarla casi en volandas. Segundos más tarde, los tres ya estaban avanzando, de nuevo, por el interminable pasillo.

Miguel era el que tiraba con más fuerza de su amiga. Tiraba tanto que casi estaba arrastrando a Edu también. Quería llegar cuanto antes. Quería salir de allí y no volver jamás. Mientras avanzaba se dio cuenta de que, esta vez, no había ruidos, golpes ni llantos en el aire. Solo escuchaba una especie de voz en la lejanía. Intentó agudizar su sentido y empezó a oírla con más claridad. "...infiltrado...no lo sabe...traición...aléjala...". No tenía sentido nada de lo que decía aquella voz. Sin embargo, hizo caso de la última palabra "...aléjala..." y tiró de Clara con más fuerza.

Al otro lado del pasillo estaba Edu que se esforzaba por seguir a su amigo mientras intentaba mantener estable a la joven y que no se cayese de lo aturdida que iba. Él también empezó a oír palabras disueltas en el ambiente. Pero, a diferencia de su amigo, a él le estaban martilleando. No quería escucharlas y, sin embargo, estas se empeñaban en entrar en su cabeza. A veces hasta oía frases enteras: "Tu pasado y tu futuro se unirán en un mismo lugar". Pero, la mayoría, eran palabras sin sentido para él: "Despierta", "Quédate", "...amor...resurgirá..."    

Cuando salieron de aquella mansión, las voces simplemente cesaron.


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