domingo, 4 de octubre de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

 Capítulo 8

Un silencio incómodo reinaba en la casa. Miguel y su madre lo sentían en sus carnes. Había sido una cena triste, solitaria y perezosa; sin preguntas ni respuestas. El padre, Andrés, ni siquiera se había sentado a la mesa para cenar; solo cogió un plato con jamón, queso y algo de pan en una mano y, en la otra, medio litro de café caliente guarecido en un termo. <<Tengo mucho trabajo>> decía mientras subía al desván, su nuevo y enclaustrado despacho. La televisión estaba demasiado baja y no hacía sino acrecentar ese silencio molesto. La pequeña Alba empezó a arañar nerviosa su plato con un cuchillo de sierra hasta que su madre acabó por perder la paciencia.

—Ya es suficiente —exclamó robándole el cubierto a su hija—. Miguelín, ¿por qué no vas a coger una baraja de cartas y echamos un chinchorro? Casi no hemos jugado estas vacaciones —adujo molesta.

El chico se levantó y empezó a andar hacia la salida.
­

—No tengo muchas ganas mamá —dijo sin atreverse a mirarla—. Ha sido un día muy duro y creo que me voy a ir a la cama.

Normalmente ella le preguntaría por ese día tan duro, por sus nuevos amigos, por las vacaciones en general. Esta vez no dijo nada; no se despidió. Siguió recogiendo la mesa sin levantar la vista.

Miguel empezó a subir las escaleras. Al principio de forma pesada, luego más rápida. Cuando llegó hasta el primer piso se detuvo. Intentó agudizar el oído y escuchar algún ruido procedente del desván. Nada. Entonces buscó sonidos por el resto de la casa. De nuevo, la nada. Todo estaba en silencio. El chico empezó a sentirse solo; como si hubiese entrado en un lugar abandonado, casi fantasmal. Rápido apartó esa imagen de la cabeza y se metió  en su cuarto. Allí, escondida bajo su chaqueta arrugada, asomaba una esquina negra de la libreta, esa misteriosa obra cargada de fórmulas incomprensibles. Antes de irse del recinto de los Neville habían acordado que Miguel fuese el encargado de guardar y esconder aquella libreta. Estaba convencido de que debía ser él quien la protegiese. Ahora no lo tenía tan claro. Le hacía pensar en esa casa y en los males que allí habitaban.

De pronto, un ruido alertó al chico. Provenía de la ventana de su cuarto. Fue un sonido seco, hueco. Miguel fue hacia allí cuando una pequeña piedra golpeó, esta vez, contra el cristal. Abrió la ventana y la vio allí plantada. LLevaba su característico vestido para el té y una chaqueta negra sobre él. Clara le miraba con ojos curiosos hasta que al final dijo en murmullos:

 ­—Baja anda, y tráete eso. Tengo algo que nos puede ayudar.

Miguel se miró a sí mismo y vio la libreta negra colgada de su mano. No recordaba haberla cogido.
­
—Voy.

El chico se dio la vuelta y cogió su propia chaqueta. Bajó las escaleras con cuidado y vio que su madre y la pequeña Alba se habían trasladado al salón. No quiso decir nada por si estaban medio dormidas y enfiló directo hacia la salida.

Afuera hacía más fresco que otras noches. Era, además, un frío húmedo que se metía por dentro de la ropa.
­

—Mira lo que tengo ­­—dijo su amiga señalando el grueso tomo que agarraba con fuerza.
­

"Química general" rezaba el título.
­

—He pensado que quizás podría sernos útil. Le he echado un ojo y hay montones de fórmulas que se parecen a las que vimos esta mañana en la libreta. Ven ­—dijo la joven, cogiéndole la mano al chico­—. Vamos a mi rellano.

Ambos se sentaron en las pequeñas escaleras y abrieron sendos volúmenes. Miguel seguía nervioso aunque, esta vez, no era por el asfixiante ambiente de su casa. Se quedó mirando a la joven embobado. Su nariz perfectamente alineada, sus finas pecas, sus labios...
­

—¿Sabes algo de química? ­—preguntó Clara con los ojos clavados en los libros.

Miguel despertó de su ensueño y contestó.
­

—No. Bueno, lo básico para aprobar.
­­

—Habrá que hacerte un test entonces ­—Clara señaló con el dedo uno de los símbolos químicos­—. Este dibujo es una O. ¿Sabes lo que significa?    

Miguel la sonrió y dijo:
­

—Orinal.

La joven empezó a reirse de forma descontrolada.
­

—Es que todavía tengo en la cabeza muchas palabras como esa por mi hermana ­—explicó el chico.
­

—Qué gracioso eres. En fin, vamos al lío. ¿Sabemos entonces que oxígeno es O2 y el dióxido de carbono es CO2?
­

—Lo sabemos.
­

—Bien ­—Clara se quedó callada y siguió examinando la libreta­—. Mira, en estas páginas se repite montones de veces esta fórmula: C6H12O6. Según pone en el libro esta es la fórmula de la glucosa. Se encuentra en muchas frutas y es un isómero de la fructosa.
­

—¿Qué es un isómero?
­

—Ni idea, pero mira aquí, en el libro también dice que la celulosa se forma a partir de la unión de miles de moléculas de glucosa y en la libreta viene muchas veces esa fórmula.

—¿Y...?

—Pues... no sé. Parece que esta libreta trata sobre elementos que están muy presentes en las plantas. Es un dato por lo menos.

El chico siguió mirando las fórmulas sin contestar.

—Luego la cosa se complica. Aquí hay variaciones y fórmulas complejas que no entiendo. ¿Qué es C10H16N5O13P3 o C9H11NO2? ­—preguntó al aire confusa.

Miguel se fijó en la esquina de una de las páginas. En pequeño aparecían esta vez figuras geométricas. Había múltiples hexágonos conectados con letras a su alrededor. La O y la H eran las más abundantes. En una esquina de esos dibujos alguien había escrito la siguiente palabra: Rotenona.
­

—Oye, ¿por qué no lo dejamos?—dijo el chico soñoliento—. Con tanta química me estoy quedando grogui. Mañana seguimos si eso —apuntó con poca convicción.

Ambos se levantaron y se miraron incómodos, sin saber cómo despedirse. Miguel acercó su cara a la de ella para besarla, pero en el último momento giró levemente su rostro y ella hizo lo propio como respuesta refleja. Las mejillas abrazaron sendos labios como consuelo y postre amargo. Clara y Miguel entraron en sus casas sin mediar palabra.

No hay comentarios: