domingo, 11 de octubre de 2015

Vacaciones en la isla de Nante

 Capítulo 10

Era la primera vez que Miguel veía la plaza de noche y de esa manera, tan sumida en el silencio. El trajín de la mañana había cesado y solo quedaban abiertos un par de bares, los habituales. Las luces doradas de las farolas daban al pelo de Clara aún más resplandor del que solía tener y la envolvían en un halo brillante, a pesar del asustado rostro que mostraba. La joven agitaba los ojos con celeridad, nerviosa aún por los hechos sucedidos.

—No sé si es mejor que me acuerde de lo que ha pasado o lo olvide para siempre —expresó inquieta.

—Lo mejor es que lo alejes de tu mente, al menos por ahora. —Miguel buscó una distracción para evitar que su amiga siguiese tan angustiada—. Mira qué preciosidad de cielo, míralo. Fíjate bien y si ves una estrella fugaz pide un deseo.

Por el costado derecho, Eduardo apareció con un vaso de leche caliente en la mano. Se lo entregó a la chica y esta empezó a sorber el líquido con calma.

—Gracias —dijo ella.

—Bueno, lo importante es que ya pasó todo —concluyó Edu—. Dejemos de lado esta historia y disfrutemos de lo que queda del verano. Mañana, vamos a la playa.

—Sí —contestó Miguel—. Creo que ya hemos sufrido bastante. Aún así, me gustaría que cerrásemos esto como es debido. Quiero que todos prometamos no volver allí nunca más. Y quiero que sellemos este acuerdo con algo... algo físico.

—Podríamos hacerlo con la leche, como un ritual. Es que yo sola no me voy a acabar todo esto —dijo en broma.

—Pues no es mala idea. Hagámoslo —exclamó Miguel.

Así, cada uno pronunció la frase que había ideado el propio Miguel y, acto seguido, los tres bebieron un trago largo de la espesa leche local.

Cuando el vaso quedó vacío Edu se ofreció a llevarlo de vuelta al bar, pero un hombre apareció por su espalda y le cortó el paso. Sucio y maloliente, el desconocido llevaba barba de varios días y el pelo grasiento. Miguel no pudo identificar a su padre hasta que cambió de ángulo y una farola le iluminó la cara por completo.

—¿Papá? —dijo atónito.

Andrés se movía nervioso y miraba frenético en todas direcciones. Sin dudarlo, agarró a su hijo del brazo y lo levantó del borde de la fuente.

—Nos vamos —dijo con voz firme.

Le colocó delante suyo y ambos se alejaron del lugar.

—Nos vamos de esta isla.

El chico gritaba y lloraba al mismo tiempo, sin fuerzas suficientes para zafarse de su padre. De refilón, veía cómo sus amigos se distanciaban cada vez más hasta que, al final, desaparecieron de su vista. Después, miró a su padre y se dio cuenta de que una línea roja e intensa salía por su nariz y se trasladaba hasta sus labios. Miguel empezó a ver todo en movimiento, bamboleándose como en un barco a la deriva. Antes de desfallecer, cerró sus irritados ojos y la oscuridad lo inundó todo.    

   

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