viernes, 3 de febrero de 2017

Un viaje inesperado - I


Un viaje hecho a la medida del curioso Marcos. Un chico que ha visto la inmensidad del mar, las mas altas montañas y, por supuesto, la gran urbe con sus calles infinitas. Él era el gran explorador de la familia. Pero entonces, ¿por qué nunca se había atrevido a cruzar la pequeña colina que separaba su barrio de lo desconocido? Aquellas palabras caminaban por su cabeza con torpeza, temerosas de caerse a un vacío insalvable, aferrándose solo a ellas mismas y con el único objetivo de hallar una respuesta segura que las llevase a tierra firme.

Rozando levemente con los dedos, Marcos cerró la puerta del coche que le dejaba en casa. Sus padres, ansiosos por volver a la fiesta, le miraron con impaciencia. Él traspasó el umbral del portal y se perdió entre las sombras. Entonces, miró su recién estrenado reloj digital. Casi las doce de la noche, una noche cálida de verano, sin nada que le esperase tras la puerta de su hogar. ¿Podría ser esta La Noche? Marcos sintió un escalofrío electrificado por todo su cuerpo. Fue una sensación fría, pero, a la vez, placentera. Fue la respuesta que estaba esperando.

Con grandes zancadas de casi un metro de distancia, el intrépido joven llegó hasta la base de la colina. Tan solo tenía que cruzar un pequeño terreno de trigo recién cortado y su escalada comenzaría. Pero el ímpetu que casi por inercia estaba llevando a Marcos hacia el Olimpo se desinfló como un globo mal cerrado y el joven acabó por detenerse en mitad de la colina, sin aire en sus pulmones. Se sentó en una pequeña piedra ondulada y observó su bella y nocturna ciudad. Las calles, sus pequeñas calles, rectangulares y cuadriculadas, se difuminaban en la lejanía y el amarillo de sus farolas se mezclaba, solo a veces, con el rojo y el blanco de los coches circulando. Era una imagen hipnótica y hermosa. Marcos pensó que podría estar allí sentado durante horas. Sin embargo, aquella noche tenía un objetivo más amplio y se encontraba tras ese muro de tierra y piedra que le separaba de lo desconocido.      

Cuando por fin coronó su pequeña cima, un aire frío del norte le golpeó en la cara. Y de forma casi instantánea, las gotas de sudor desaparecieron; se podría decir que asustadas volvieron al caliente abrigo humano. Marcos, ajeno a los cambios repentinos de su cuerpo, disfrutó de la brisa polar que le rodeaba y, con la mirada en el suelo, intentó percibir lo que había bajo sus pies. Sus ojos, poco a poco, fueron abriéndose paso por ese mundo nuevo y extraño.

El joven pisó nervioso por la cara opuesta de la colina. Casi no veía nada y los arbustos que le rozaban las piernas no ayudaban a calmarle. Tampoco ayudó lo que apareció ante sus ojos. Un enorme agujero se situó delante de él, imponente como una montaña del revés. El cráter parecía ser gigante para sus ojos chicos de 12 años y el fondo más negro que el propio firmamento. Marcos tuvo claro que en esa dirección no habría salida ni destino. Giró entonces sus ojos hacia la derecha y logró discernir un pequeño camino de tierra áspera que acababa en un bosque oscuro y angosto, sin mucho atractivo a esas horas de la noche.

Marcos parecía haberse quedado sin salida demasiado pronto. ¿Sería este el final de su aventura? La Luna llena y radiante le miró desafiante.

—¿De verdad vas a irte así, sin más?

—¡Y qué quieres que haga! —protestó el chico—. Mira mis opciones, todas son oscuras, demasiado tétricas.

La Luna no quiso mediar palabra. Tan solo se dio la vuelta y dejó de mirarle. Entonces, una nube solitaria, pero grande y espesa, asomó por el rabillo del ojo del chico y se llevó a su amiga hacia la oscuridad. Marcos se quedó solo en aquel mar negro. Se vio, de repente, como un juguete roto que alguien había tirado al suelo seco y agrietado; se vio hundiéndose en esas mismas grietas, cada vez más grandes, y cayendo al abismo más oscuro. Y cuando ya había perdido toda esperanza, una estrella se asomó por ese gran agujero y lo reclamó. Marcos vio cómo la luz ambarina se desplazada por el horizonte y, en un instante, se situó frente a él. Durante los primeros segundos la extraña luz se quedó quieta e inerte, como una ilusión o un recuerdo antiguo. Pero, de pronto, empezó a bailar. Se puso a dar saltos alrededor del chico como queriendo jugar con él. También, empezó a chocarse contra paredes invisibles intentando parecerse a una pelota loca. Y, de improviso, volvió a paralizarse. La pequeña bola de luz quedó suspendida unos segundos más hasta que, en su último movimiento, corrió a la velocidad de la luz hacia el oscuro bosque. El chico, entonces, pudo parpadear. No quiso frotarse los ojos porque realmente deseaba que todo fuera real y no un sueño temporal.

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